Antes, decía mi abuelo, que las personas
procuraban vivir al máximo la vida, que los jóvenes disfrutaban de formas menos
escandalosas de su bella etapa y que los adultos contribuían a que la sociedad
de aquel entonces brillara por su espíritu conservador. Sin embargo, la
violencia y la desfachatez también existían en aquel presente, afirmaba. Eran tiempos buenos y a la vez malos, aunque
en menor grado que los de ahora. La
gente guardaba la esperanza de que el desarrollo, en todo sentido, lo
transformaría todo o eso nos hicieron
creer.
Las modas llegaron a su apogeo, el boom, los movimientos; todo el mundo buscaba
identificarse con algo y todos buscaban
ser originales. El uno quería superar al otro, las relaciones interpersonales ya no hacían
sociedad, empezó a hacerse evidente la competencia y el conflicto golpeó
contundentemente al mundo entero.
Nada de lo que es hoy lo fue antes mijo, o eso creo yo. Los tiempos si han
cambiado pero no como todos creíamos por
allá en los tiempos de la dicha. Qué tiempos lindos aquellos, porque a pesar de todo, nada pudo
nunca empañar su belleza. Tú salías a la calle y lo primero que veías era a un
par de hombres, diplomáticos en su haber, dándose la mano cordialmente. Veías a
los niños jugando en las terrazas con la libertad que les brindaba la confianza
de sus padres, y las mujeres, todas hermosas, con sus trajes largos y sus
labios al rojo vivo. Hoy es distinto, evidentemente distinto. Las costumbres de los
ya arrugados como yo hoy son tomadas a burla, los regaños que damos a
nuestros nietos o bisnietos parece ser
para ellos un desafío a desobedecerlos,
los jóvenes tergiversaron el sentido de la palabra libertad y ya los ves
tú por ahí, de besos en beso, con la piel brillando al sol o la luna, ante los
ojos de los menos discretos sin ningún pudor, y teniendo sexo a doquier. Los
adultos, hijos de nuestra generación, no se quedan atrás, buscan
desesperadamente habituarse a estos cambios sin sentido. Mijo, definitivamente aquellos tiempos, nuestros
tiempos, fueron mejores.
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