El mundo puede percibirse desde distintos ángulos, sentirse a partir de
experiencias netamente personales y asumirse de manera autónoma. Para un
escritor este es un ejercicio habitual, porque un escritor no ve, ni observa, un escritor hace acopio de todos sus
sentidos para contemplar las realidades en su plenitud.
Es el don del artista, esa habilidad innata de la que no se puede
escapar con facilidad ni teniendo la más mínima intención de hacerlo. Algunos
la olvidan y van por ahí a oídos sordos o a sentidos nulos, ignorando las
insinuaciones de las musas, negándose a sí mismos.
Los escritores no solemos poner en evidencias nuestras impresiones de
instante, todo en nuestra cabeza cumple un ciclo de decodificación en el
que se transforman elementos, se censuran algunos y se proponen otros. Por eso,
ver un rostro desconocido en la calle se convierte en una invasión de
cuestionamientos, empezamos a imaginarnos el pasado, presente y futuro de
aquella persona, nos dejamos envolver por su expresión y tratamos de asumir la
causa probable de la misma.
Escuchar una conversación por casualidad es otro detónate artístico, y
Toco el tema de los detonantes porque para nosotros cada cosa, por más mínima y
simple que parezca, puede convertirse en
un golpe de inspiración, ya sea una conversación, una flor marchita, un cielo
soleado o nublado, un indigente, un
lugar, un acontecimiento, una voz, un olor, un sabor, un sentimiento, una
textura, los colores o la música; no hay excepciones.
La mirada de un artista nunca puede pasar por desapercibida, por eso
intimida en ocasiones, porque para ella nada es inherente.
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