Divagando entre ideas realistas y surrealistas, en un debate interno entre la razón y la demencia, me encontré con una emoción que podría fácilmente describir a un ser humano haciendo acopio de todas sus características: El miedo.
No quiero describir qué es el miedo, pues no es extraño para nosotros el significado general de esta corta pero poderosa "palabra". Quiero ahondar sobre los efectos que este provoca en nosotros, en cómo influye en cada una de nuestras decisiones, algunas veces haciendo su intervención con máscaras o simplemente aconsejándonos tras bambalinas.
El miedo no nos hace cobardes, nos hace reales, naturales y emocionales. ¿Cuántas veces por miedo nos hemos librado de peligros acechantes e incluso de la misma muerte? o ¿En cuantas ocasiones por miedo hemos tomado decisiones de las que después nos sentimos orgullosos?, pero el miedo es como el antagonista de todas las historias, estigmatizado como la emoción de los incompetentes, de los no arriesgados, de los mediocres. Cuando pienso en esto descubro con facilidad que nuestro peor enemigo no está por mucho alejado de nosotros mismos, tal vez a la distancia de un espejo, porque quizá no está del todo mal sentir miedo, y tampoco en dejar que domine alguna que otra de nuestras áreas.
El miedo es instintivo, y no nos hace menos arriesgados que otros. Nos permite saber precisamente qué riesgos asumir, que en el fondo nos asegure la supervivencia, y también fundamenta nuestro sentido común. El nos da las herramientas suficientes para enfrentar todo aquello que nos debilita, eso es desarrollo personal. Nos conduce a ser un poco mejores cada vez y a prepararnos para la vida.
El miedo no puede estar ligado a nuestras supuestas incapacidades. No está mal sentir miedo, negarlo es negarse uno mismo, pero asumirlo nos hará verdaderos valientes.
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